Comentario
En los países católicos la Iglesia era propietaria de gran cantidad de tierras e inmuebles urbanos que constituían la base de un sólido poder económico y social. El patrimonio eclesiástico era resultado de un largo proceso de acumulación que hundía sus raíces en los siglos medievales. Por una parte, diócesis y monasterios habían recibido de la Corona numerosos señoríos, sobre los que ejercían la jurisdicción. En España, la imagen de un territorio dividido a partes iguales entre el señorío real, el nobiliario y el eclesiástico es probablemente exagerada, pero útil para formar una idea del poder de la Iglesia como institución. Ésta había además recibido legados y donaciones que habían servido para acrecentar su patrimonio, aunque la tendencia a donar tierras a la Iglesia disminuyó de forma sensible a fines de los tiempos medievales y comienzos de los modernos.
El poder económico de la Iglesia no dependía en exclusiva de los bienes inmuebles cuya propiedad detentaba. Un antiguo derecho la hacía acreedora a la percepción del diezmo, impuesto directo sobre la producción agropecuaria en función del cual los campesinos estaban obligados a entregar a los administradores eclesiásticos la décima parte de sus cosechas y esquilmos ganaderos. El producto del diezmo era posteriormente objeto de prorrateo entre el titular de la diócesis, cabildo catedral, beneficiados y fábricas parroquiales, asegurando importantes rentas en los obispados más ricos y extensos. El diezmo no era el único impuesto eclesiástico que pesaba sobre la población campesina, aunque sí el más importante.
La Iglesia y el clero disponían, además, de otras fuentes de ingresos. Las memorias de misas, fundaciones y capellanías, dotadas de sus correspondientes rentas, eran numerosísimas. La venta periódica de indulgencias, así como las limosnas, proporcionaban también importantes ingresos.
Todo ello servía para ejercitar un poder incuestionable y para mantener un clero numeroso e improductivo. En honor a la verdad, sin embargo, es necesario decir que la Iglesia solía fijar rentas bajas para los colonos de sus tierras, que disfrutaban así de ciertas ventajas sobre los arrendatarios de tierras de propietarios laicos. La Iglesia también desarrollaba diversas actividades caritativas y asistenciales, por lo que una parte de sus rentas se empleaba en fines sociales.
Por lo demás, los privilegios fiscales del clero no eximieron totalmente ni a la institución ni a sus miembros de ciertas obligaciones contributivas, que generalmente se justificaban en los gastos que la Corona debía realizar en la lucha contra los infieles.
La Iglesia era, por tanto, una institución económicamente poderosa. Pero el poder del clero no residía exclusivamente en la concentración de un formidable potencial económico, sino también en su capacidad de control espiritual. La sociedad del Antiguo Régimen estaba imbuida de religiosidad, cuyas manifestaciones se hallaban presentes en prácticamente todas las facetas de la vida. El clero excitaba, moldeaba y orientaba los sentimientos religiosos populares, al tiempo que procuraba ejercer un estrecho control sobre las conciencias. En una sociedad con elevados índices de analfabetismo las predicaciones desde el púlpito constituían un eficacísimo recurso pedagógico y un medio de impresionar a las masas, que se complementaba con los programas iconográficos de los templos, plagados de intencionados mensajes. Con la difusión del espíritu trentino en la Iglesia romana, tales recursos se acercaron al paroxismo. La Iglesia insistió entonces, frente a las tesis de los reformadores, en el imprescindible papel intermediario del clero entre los fieles y Dios.
Para lograr el efecto deseado, es decir, la reafirmación del papel de la Iglesia como poder espiritual, cuestionado por las corrientes reformistas, hubo de mejorarse la formación intelectual y moral del clero, a cuyo objeto se instituyeron los seminarios. Hasta entonces, el nivel de preparación de los religiosos había sido muy diverso, dejando mucho que desear en bastantes ocasiones. En general, la formación del alto clero era elevada, tanto más cuanto que las principales dignidades procedían de las capas altas de la sociedad, en especial de la nobleza, lo que les había deparado la oportunidad de recibir una buena educación.
En el bajo clero, por el contrario, abundaban individuos con una deficiente formación. Para ordenarse era suficiente demostrar unos conocimientos elementales de latín y de doctrina cristiana. Por otra parte, los reducidos ingresos que allegaban los párrocos rurales les obligaban en ocasiones a trabajar para subsistir. En general, los niveles de contacto del bajo clero con el pueblo resultaban lo suficientemente estrechos como para que pudiera evitar mezclarse en sus formas de vida y costumbres. Las fronteras entre lo religioso y lo laico se hallaban muy difuminadas a comienzos de la Edad Moderna (J. Delumeau). Con frecuencia no se observaba el nivel de dignidad y ejemplaridad que cabía esperar del estado religioso. Los reformadores clamaron contra la relajación moral del clero. Después del estallido del cisma luterano la propia jerarquía católica, en aras de la conservación del prestigio de la institución eclesial, hubo de emplearse con rigor en la corrección de los abusos disciplinares del clero.